viernes, 28 de junio de 2013

Una serie de catastróficas desdichas



Hace justo un mes el capitán me decía: “Vaya, sólo un mes para el chárter” y luego añadía: “¿Sabes qué? Tengo un mal presentimiento sobre este chárter”. No podía haber estado más acertado.

Ya antes de la rodilla de la recluta patosa, el jefe de máquinas tuvo que irse a casa para una operación de piedras en la vesícula. Nada demasiado grave. Reposo en un caso (ya sabéis que pasó) y una operación simple y cambiar el vodka con Coca Cola por un vasito de vino en el otro. Pero ya eran dos las bajas.

Pero poco después de eso tuvimos dos pérdidas mucho más importantes. Y por desgracia definitivas. El jefe de cocina y su mujer, la jefa de interiores, decidían dar por finiquitada su etapa como trabajadores de este barco después de doce y diez años respectivamente. Desavenencias con la familia del armador, por decirlo suavemente. Estaban hasta los cojones de aguantar tonterías sería otra manera de decirlo.

Quedaban unas dos semanas para el chárter cuando el chef sustituto aterrizaba en Atenas. Un italiano bajito, regordete y con bigote. No se llamaba Vincenzo. Una decepción para mí. Tampoco Mario. Una decepción para el resto de la tripulación. La verdad es que ni siquiera sabemos cómo se llamaba porque no llegamos a conocerlo. Nada más salir del avión se cayó por las escaleras rompiéndose una mano, una pierna y lastimándose el cuello y la cabeza. De hecho al llegar al hospital ni siquiera él mismo sabía cómo se llamaba.

 Para forzar un poco más la situación, los dueños decidieron que sería buena idea utilizar el barco justo el fin de semana antes del chárter, dejándonos el tiempo justo para llegar a la frontera entre Francia y España y preparar todo. Total, mil cien millas es una carreriña dun can. Había que rezar para que tiempo acompañase.

Y el tiempo acompañó. Sólo que el mal tiempo. Todo el puñetero viaje. Y limitados por la proximidad de la fecha límite no pudimos apartarnos de la ruta ni media milla. Ni mucho menos parar y refugiarnos en algún sitio como el buen juicio aconsejaba. Aun así y tras cuatro larguísimos días llegamos a nuestro destino. Port Vendrés. Llegamos a las dos de la mañana y fondeamos cerca del puerto. Fue maravilloso dormir cuatro horas seguidas.

A la mañana siguiente íbamos a izar el ancla para ya, al fin, entrar a puerto. Ya estaba hecho. Después de todo lo que había pasado íbamos a llegar a tiempo, sin demasiado retraso considerando todo lo ocurrido. Pero el ancla no venía sola. Liada alrededor de la cadena venía toda una línea de nasas para coger pulpo. Y lo peor de todo ¡ni un puñetero pulpo!

Pero al final. Aquí estamos. Donde debemos y cuando debemos. El barco y la tripulación estamos listos. Y lo mejor de todo, en dos días estaremos en España.

Casi huelo el ajo.

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