Hace justo un mes el capitán me decía: “Vaya, sólo
un mes para el chárter” y luego añadía: “¿Sabes qué? Tengo un mal
presentimiento sobre este chárter”. No podía haber estado más acertado.
Ya antes de la rodilla de la recluta patosa, el jefe
de máquinas tuvo que irse a casa para una operación de piedras en la vesícula. Nada
demasiado grave. Reposo en un caso (ya sabéis que pasó) y una operación simple
y cambiar el vodka con Coca Cola por un vasito de vino en el otro. Pero ya eran
dos las bajas.
Pero poco después de eso tuvimos dos pérdidas mucho
más importantes. Y por desgracia definitivas. El jefe de cocina y su mujer, la
jefa de interiores, decidían dar por finiquitada su etapa como trabajadores de
este barco después de doce y diez años respectivamente. Desavenencias con la
familia del armador, por decirlo suavemente. Estaban hasta los cojones de
aguantar tonterías sería otra manera de decirlo.
Quedaban unas dos semanas para el chárter cuando el
chef sustituto aterrizaba en Atenas. Un italiano bajito, regordete y con
bigote. No se llamaba Vincenzo. Una decepción para mí. Tampoco Mario. Una
decepción para el resto de la tripulación. La verdad es que ni siquiera sabemos
cómo se llamaba porque no llegamos a conocerlo. Nada más salir del avión se
cayó por las escaleras rompiéndose una mano, una pierna y lastimándose el
cuello y la cabeza. De hecho al llegar al hospital ni siquiera él mismo sabía cómo
se llamaba.
Para forzar
un poco más la situación, los dueños decidieron que sería buena idea utilizar
el barco justo el fin de semana antes del chárter, dejándonos el tiempo justo
para llegar a la frontera entre Francia y España y preparar todo. Total, mil
cien millas es una carreriña dun can. Había que rezar para que tiempo
acompañase.
Y el tiempo acompañó. Sólo que el mal tiempo. Todo
el puñetero viaje. Y limitados por la proximidad de la fecha límite no pudimos
apartarnos de la ruta ni media milla. Ni mucho menos parar y refugiarnos en
algún sitio como el buen juicio aconsejaba. Aun así y tras cuatro larguísimos
días llegamos a nuestro destino. Port Vendrés. Llegamos a las dos de la mañana
y fondeamos cerca del puerto. Fue maravilloso dormir cuatro horas seguidas.
A la mañana siguiente íbamos a izar el ancla para
ya, al fin, entrar a puerto. Ya estaba hecho. Después de todo lo que había
pasado íbamos a llegar a tiempo, sin demasiado retraso considerando todo lo
ocurrido. Pero el ancla no venía sola. Liada alrededor de la cadena venía toda
una línea de nasas para coger pulpo. Y lo peor de todo ¡ni un puñetero pulpo!
Pero al final. Aquí estamos. Donde debemos y cuando
debemos. El barco y la tripulación estamos listos. Y lo mejor de todo, en dos
días estaremos en España.
Casi huelo el ajo.
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