Será porque
cuando me enganché a esto del fútbol uno de mis primeros ídolos fue Laudrup, o
quizás por ese aspecto que recuerda más a Astérix que a un vikingo. Puede que
fuese porque me tiene pinta de bajarse jarras de cerveza sin pestañear, porque
se le ve el cartón en la cocorota, por esos ojitos a los que parece que siempre les molesta el sol o por su nombre de Jedi. El caso es que Khron
Dehli me cayó simpático desde el principio.
Tampoco es
que haga falta gran cosa para entusiasmarme con un nuevo fichaje del Celta. Le
daría una colleja a mi yo del pasado que dijo eso de: “ya veréis cuando se
recupere el Tucu este, Tucu-taca Salinas, Tucu-taca”. Y con Khron Dehli no fue
una excepción.
Siempre
alabo mucho más a los jugadores de brega y entrega porque es con los que me
siento más identificado. Tengo pendiente sin terminar una entrada para este
blog que jamás publiqué que se titula “La fe en tipos como Augusto” que escribí
cuando el argentino jugó sus primeros minutos como lateral derecho la temporada
que el Celta corría sin frenos hacia un nuevo descenso. A los que hemos nacido
sin un don especial es lo que nos queda. Vaciarnos en lo que hacemos si
queremos conseguir algo. Respeto muchísimo el esfuerzo.
Pero siempre
he admirado a la gente con talento. A esos que parecen tocados con una varita
mágica. Esos que hacen cosas que yo no podría hacer aunque entrenase toda mi
vida. Ya toquen un instrumento musical o un balón. Son por ese tipo de personas
por las que pago dinero por ver lo que hacen.
Khron Dehli
tiene ambas virtudes y por eso es el mejor jugador que he tenido el placer de
ver en Balaídos en los últimos años. Para el recuerdo el pase a Aspas desde su
propio campo. Con el exterior del empeine. Al primer toque. Sin despegar el
balón ni un centímetro del césped. Misil teledirigido de terciopelo. Pero
también el partido de ida de Copa contra el Madrid, cuando en el minuto ochenta
y muchos y después de haberse dejado los huevos en el campo, perdió un balón en
campo contrario. Resopló, bajó la cabeza, apretó los dientes y corrió como un
poseso con la aguja parpadeando en reserva hasta defender la jugada en el área
propia.
Ya por la tele,
las dos veces que se vistió de Laudrup, la exhibición en Riazor y en general
esta última temporada, que es para enmarcar.
Y como no,
los pequeños detalles. Esos que al final hacen que le cojas cariño a alguien. Sus
constantes amarillas por protestar en su primer año cuando no sabía ni pedir la
hora en español. Sus tiros perpetuamente desviados desde fuera del área. Su
imagen en el marcador de Balaídos.
No me quiero
extender. Simplemente recordar que este año el entrenador dijo en pretemporada:
“Michael puede, así que debe liderar”. Y así fue. El equipo jugó cuando él
jugó.
Y durante
unas cuantas semanas y después de mucho tiempo, algunos, volvimos a soñar.
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