Este último
fin de semana alquilamos un coche y nos fuimos a explorar la Isla de Santa
Lucía. Es un paraíso.
Lo primero
que llama a atención es lo verde que es. Dicen que parece una isla del Pacífico
puesta en el Caribe, y es totalmente cierto. Selva por todos los lados.
Helechos gigantes y palmeras. No nos atrevimos a parar a mear en ninguna cuneta
por miedo a los velocirraptores.
De lo
segundo que te das cuenta al poco tiempo es de que esto es el Caribe de verdad.
Con sus cosas buenas y malas. A pesar de seguir siendo un sitio evidentemente
turístico, hace que San Martin parezca un parque temático estadounidense. Si
por la noche se te ocurre andar por donde no debes puedes tener un problema con
los primos de Beauvue hasta las cejas de maría y con machetes de medio y metro.
Pero por el día todo es alegría y calma. ¿Sabéis cuantas canciones melancólicas
de amor suenan en cualquier emisora de radio? Ninguna. Los Álex Ubago y
compañía aquí se morirían de hambre.
La primera
parada que hicimos fue en el mercado de Castries, la capital. Lleno de color y
sobre todo de olor. Especias, plátanos, cocos y sobre todo olor a humanidad.
Cuando un mercado está lleno de carteles diciendo prohibido mear y escupir te
da una idea clara del nivel de higiene del personal.
Después de
dos cortas paradas en Marigot Bay y una aldea de pescadores llamada Anse de La
Raye, nos detuvimos en un mirador a observar los dos picos llamados Les Pitons,
declarados por la Unesco patrimonio de la humanidad, que no es poca cosa.
Aparte de una vista impresionante, Les Pitons son lo que representan los dos
triángulos de la bandera del país y le dan nombre a la cerveza local y
prácticamente a cualquier cosa que se fabrique en la isla.
Más tarde
pasamos un par de horas en una playa increíble de esas de postal, a la que se
llega por un camino de cabras al que llaman carretera y a la que la seguridad
del hotel que bloquea la entrada nos dejó pasar porque jugamos la carta de que
trabajábamos en un barco y no éramos turistas.
Volvimos a dicho
barco antes del anochecer ya que a nadie le gusta conducir de noche por la
selva. Eso fue el sábado.
El domingo
fuimos en modo más tranquilo a una playa por el otro lado de la isla. En ese
lado, en la radio del coche dejó de escucharse reggae y lo único que pudimos
sintonizar era música country americana. Eso, más el ir atravesando
plantaciones de plátanos y cacao, y sobre todo el hecho de que el conductor
fuese un sudafricano blanco… no he escuchado tantos chistes racistas seguidos
en mi vida.
La playa en
sí esta vez no fue nada especial, salvo por el hecho de que éramos los únicos
turistas. Lo más espectacular fue ver un rondo de rastafaris cincuentones
jugando a que la pelota no tocase la arena. Metros de rastas, cero por cien de
grasa y toneladas de calidad con el balón.
Esta vez a
la vuelta paramos a comer una pizza mientras los mosquitos nos comían a
nosotros.
Lo bueno,
este finde hemos visto casi toda la isla.
Lo malo,
este finde hemos visto casi toda la isla.
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