A lo largo
de los años, mi trabajo me ha dado la oportunidad de experimentar un millón de
cosas por las que siempre me he sentido un privilegiado. He estado en lugares;
he visto, probado y hecho cosas que sé que no hubiese vivido de otra manera. Es
el lado bueno de rozar un mundo que no es el de la gente más o menos normal
como nosotros.
De todas
estas experiencias, la de ayer entra por derecho propio y directamente en el
Top 3. Y esto no ha pasado en un lugar exótico. No hay una historia
rocambolesca detrás. No hay manjares ni fortunas de por medio. Tiene más que
ver con esa felicidad infantil de ese niño que algunos llevamos no tan adentro.
Y es que ayer,
a eso de las once de la mañana, me fui al Media Markt con la tarjeta de crédito del barco,
seiscientos cincuenta euros de presupuesto y una misión: Comprar una Play
Station 4 con juegos y accesorios. La semana del Black Friday. Lo dicho, el
sueño de un niño.
Recuerdo que
un día, de adolescentes, llevábamos unas cuantas horas más de lo recomendable
jugando al eterno Pro Evolution cuando mi primo dijo: “Nos imagino en unos diez
años, con veintimuchos, aun jugando a la consola como unos viciados”. Han
pasado veinte de aquello. Y aunque ya no jugamos como lo hacíamos, aquí
seguimos.
Total, que
llegué al barco como un puñetero héroe. Como los Reyes Magos.
Oro,
PlayStation y Fifa.