domingo, 17 de noviembre de 2019

Cuento de fútbol


Janek es un niño de siete años de la ciudad polaca de Szczecin, que después de Cthulhu es la palabra más difícil de pronunciar del mundo. Yo soy incapaz y eso que me la han repetido quinientas veces. El equipo local es el Pogon Szczecin, del que Janek es seguidor, al igual que su padre, de quien ha heredado el interés por el fútbol.

El verano pasado, viendo que la afición de su hijo por el fútbol iba creciendo y considerando que ya tenía edad para apreciar ciertas cosas, su padre le mostró algo. Un tesoro asociado a su propia infancia.

Resulta que hace unos 30 años, cuando el papá de Janek tenía más o menos la misma edad que su hijo ahora y su afición por ese mismo deporte también empezaba a crecer, se le ocurrió hacer una cosa. Escribió una carta a todos y cada uno de los equipos de la primera división polaca pidiéndoles una postal o una foto del equipo firmada. Y luego esperó.

Y poco a poco todos los equipos fueron respondiendo. Janek observó fascinado una colección de fotos de escudos, estadios y plantillas dónde abundaban jugadores de pelo largo y algún que otro bigote. Algunas firmadas y otras no. Un monumento al fútbol que se nos fue. Su padre, adelantándose a la idea del padre de Tom Hanks en La Terminal, había reunido una colección de un valor tremendo.

A los pocos días, el niño le dice a su padre que ha estado pensando en la colección y que él va a hacer lo mismo. Pero estamos en 2019. Es la época de la globalización. De internet. De la Champions League. Del odio eterno al fútbol moderno. Janek piensa a lo grande y dice que va a mandar cartas a todos los grandes clubes de Europa. Nada de emails. A la antigua usanza. Y a las selecciones nacionales ya puestos. Su padre responde que bueno, pero que tampoco se haga muchas ilusiones. Sabe que los tiempos han cambiado y lo último que quiere es tener a un niño triste y decepcionado en casa por su culpa.

Pero como al chaval está ilusionado. Su padre le echa una mano. Y así, el pequeño Janek, de sólo siete años, escribe a mano un montón de cartas en inglés a clubes y selecciones de toda Europa. Y luego espera.

Entretanto, un día su padre le comenta a su amigo lo que están haciendo. A éste le parece una idea genial y anima a Janek a que también le escriba a un pequeño equipo español que a al niño no le suena. Le dice que esos le van a responder seguro porque él tiene un colega que vive allí y que es socio del club, así que si hay cualquier problema ya se encargará él de hablar con quien sea para solucionarlo.

Y como estamos en  2019, en la época de las comunicaciones instantáneas, la globalización, etc.. la espera se le hace a nuestro amigo eterna.

Pero un día el milagro ocurre y hay una carta en el buzón para él. Y luego otra. Y otra más. Janek recibe fotos de equipos firmadas de grandes clubes como Inter de Milán y Borussia Dortmund. De la selección Holandesa. El Shalke alemán incluso le da una invitación para un partido. Otros equipos hasta le dan un regalito. El niño salta de alegría cada vez que recibe una nueva carta y ve como la colección que su padre empezó hace treinta años crece.

No todos los equipos responden. Sigue esperando las postales de Barcelona y Madrid, aunque su padre no cuenta mucho con ellas. De Inglaterra sólo ha recibido la carta del Chelsea. Era un enlace a su tienda online dónde podía comprar una postal por unas pocas libras. La carta de esos miserables es la única que han tirado a la basura.

Esta bonita historia me la contó hace un par de días mi colega polaco. Al acabar me enseñó una foto en su móvil y me dijo: “Mira, esta la recibió hace un par de semanas. Te has librado”.

Al lado de un sobre abierto y de una foto firmada de Iago Aspas se veía un pin del Celta.

Un euro y setenta céntimos pone en el sobre. A veces cuesta muy poco hacer feliz a un niño. Y orgulloso a un adulto.

Alguien en este club se merece todo lo bueno que le pueda pasar.

domingo, 4 de agosto de 2019

La importancia de coger cangrejos


El otro día escribí algo sobre la afición de mi hijo en la playa a coger cangrejos y alguien me comentó que “que culpa tendrán los cangrejos”. Poco después otro alguien me preguntó si me había molestado el comentario.

Vaya por delante que ni lo más mínimo. Por venir de una persona a la que aprecio que aun por encima se ha tomado la molestia de leer lo que escribo. Y porque es un comentario justo. Seguramente se puedan encontrar muchos argumentos para defender el que un niño deje en paz a los cangrejos. Sobre todo si eres un cangrejo. Animales, por otro lado, que junto a las tortugas, cuento siempre entre mis favoritos. Hasta el punto de que durante mucho tiempo consideré que ese sería mi primer tatuaje.

Pero como me he propuesto escribir un poco más y como, aunque a la gente le sonará a broma, me parece un tema importante, voy a intentar explicar por qué no sólo seguiré permitiendo que mi hijo coja cangrejos, si no que hasta lo seguiré animando e involucrándome en la medida de lo posible.

De los cangrejos en sí. Cogiendo cangrejos aprendes de cangrejos. Gael sabe que hay distintos tipos, los negros (Queimacasas) viven en las rocas más secas, los “normales” viven casi todo el tiempo en el agua. Sabe diferenciar una nécora. Sabe que sobreviven dentro y fuera del agua. Que mudan de piel. Que hay machos y hembras y como diferenciarlos. Sabe que los ermitaños son distintos. Que la concha que usan no es suya. Que la pueden cambiar cuando quieren pero no puedes forzarlos porque les haría daño. Sabe dónde tiene más posibilidades de encontrarlos. Cómo cogerlos. Sabe cuales puede coger de cualquier manera y con cuales tener cuidado. Algunas cosas las sabe por el pesado de su padre, pero casi todas son fruto de la experiencia. Me sería imposible que aprendiese todo esto con la mera observación. Es el fin, meter el cangrejo en el cubo, la motivación para adquirir los conocimientos.

De los demás animales. Además de cangrejos, a veces coge peces y camarones (caramones les llama a veces. Yo también decía camarujos). Ya hace tiempo que conoce anémonas, caramujos, lapas, estrellas de mar, mejillones, etc…)

Del entorno. Pregunta por el estado de la marea. Si está alta o baja y si está bajando o subiendo. Sabe que si hay viento es más difícil ver lo que se quiere coger porque la superficie del agua no es tan nítida. Sabe que toda la basura que a veces ve a su alrededor la ha tirado la gente. Sabe que al final del día hay que devolver los animales al mar, no porque tenga conciencia ecológica, si no porque  sabe que si los dejamos en el cubo se morirán y si se mueren mañana no estarán y no podrá volver a coger cangrejos. De esta manera tan práctica y egoísta, la idea de que los recursos del mar no son ilimitados empieza, espero, a calar en su cabecita de cinco años.

¿Y de que sirve saber sobre cuatro bichos de las rocas? De nada y de todo. Nos ha tocado nacer en una ciudad costera gallega. Lo de “abrir Vigo a el mar” hace ya tiempo que suena a chiste en una ciudad que vive de espaldas completamente al medio que durante años la sostuvo. Si no conocemos lo que tenemos delante de las narices ¿A quién le va importar si lo perdemos? Creo que Rodríguez de la Fuente dijo algo al respecto, y hasta él en la cabecera de sus documentales aparecía “abrazando” una anaconda.

De la actividad en sí. Para coger cangrejos hay que mojarse el culo y estar dispuesto a llevarse un pellizco en los dedos. No se me ocurre mejor enseñanza para la vida.

Pero es que además, en este caso en particular, las cosas van más allá. Cuando los trámites de ropa fuera, crema y gorra están concluidos, se produce una transformación fascinante. Un niño, por desgracia, con ciertos problemas de autoestima, se convierte en un depredador paciente, implacable e infalible. Realiza una actividad que se le da sorprendentemente bien y en la que por pura insistencia siempre tiene éxito. Los otros niños de la playa normalmente se dan cuenta. El depredador pasa a ser profesor unas veces, enseñando a niños incluso mayores que él sus técnicas. Otras veces es un Robin Hood un poco rácano, regalando los animales más pequeños a otros niños con cubos vacíos. Todas las veces, por unas horas, es el Príncipe de Las Mareas.

Seguramente todo lo anterior (me quedó más largo de lo esperado) no sea más que un intento de justificar una actividad de mi infancia que me gusta compartir con mi hijo.

Pero a lo mejor tengo algo de razón.

En ese caso todo lo que conseguimos bien vale un par de cangrejos estresados.

sábado, 3 de agosto de 2019

Veo veo


Hace ya un tiempo que no paro de verme.

Me veo andando de puntillas sin apoyar los talones.

Me veo en los ojos caídos, tristes dice la gente, aunque no paren de sonreír.

Me veo colocando y ordenando playmobils y dinosaurios en vez de jugar con ellos.

Me veo rompiendo los pantalones a la altura de la rodilla.

Me veo deseando que el documental de hoy de La 2 sea de animales marinos.

Me veo durmiendo en el coche con la boca abierta hasta casi desencajar la mandíbula.

Me veo en el culo que no veo.

Me veo persiguiendo lagartijas.

Me veo jugando al fútbol sólo cinco minutos.

Me veo viendo Parque Jurásico, Indiana Jones y Los Goonies.

Y sobre todo, me veo en la playa. Desnudo y armado con un ganapán. Sólo parando de coger cangrejos para construir algo en la arena. Probablemente un agujero y un castillo de churritos.

Pero parpadeo y me doy cuenta de que no soy yo. Es él.

Ya coge más cangrejos que yo a su edad y así debe ser.

Y aunque todo lo que veo evoca felices recuerdos del pasado…

En realidad estoy viendo el futuro.