Le llaman el “Laundry Master” porque el “Dugeon Master” o “El amo del calabozo” ya estaban cogido, y “El Señor de los calzoncillos” no sonaba muy bien. Es el tripulante que trabaja en la lavandería del barco y es una pasada de tío.
Como todos
los filipinos con los que he trabajado tiene un nombre en el pasaporte pero se
hace llamar por otro, porque los filipinos son como los de Bilbao y se llaman
como les sale de los cojones.
Verlo
trabajar no es nada espectacular. Da igual a la hora que vayas a sus dominios,
él estará allí, planchando un poco encorvado. Sin prisas. Sorbiendo de su taza
de té a los pocos. Con música sólo un
poco más alta que el ruido que hacen todas las lavadoras y secadoras al
funcionar a la vez.
Pero a poco
que parpadees o desvíes la vista, el tío ya lavó, secó, planchó, dobló y
entregó en su correspondiente camarote 26 camisas, 13 pantalones cortos y una
recua de trapos. Va sobrado. Si en nuestra casa planchásemos, me lo llevaría
adoptado. Pero ahí está el meollo de la historia.
Si nuestra
familia fuese como las casas de Juego de tronos, nuestro lema sería “Nosotros
no planchamos”. Parecido al de los hijos del hierro (valga la ironía si lo
traduces al inglés) pero más cutre. Si el otro día decía que las pantallas táctiles
no suponen ventaja tecnológica alguna, lo de planchar es, sin duda, una de esas
tradiciones que hemos heredado y que la gente se empeña en perpetuar en el
tiempo pero que han perdido todo su sentido ya hace mucho.
Un lastre
para nuestra sociedad y en especial para el tiempo libre. Una lucha inútil
contra las leyes de la termodinámica (Creo que era la quinta ley la que decía:
Toda tela arrugada tenderá a seguir arrugada) Una costumbre que todo el mundo
odia, que no aporta nada y que no parece ya de este siglo. Como ir a misa los
domingos o la fruta escarchada. Algo que se hace solamente porque nuestros
ancestros lo hacían.
Mi más sentido pésame a aquellos que trabajan en camisa. Espero que algún día os alcéis en rebeldía y os liberéis de esta maldición impuesta.