No me veo en
él, como en su hermano. Y eso está bien. Él es ese puzle difícil, al que quizás
le falte una pieza o un tornillo. Un desafío siempre interesante. Se parece a
su madre.
Pasa de mi
cuando estoy fuera, pero nadie me da más abrazos cuando estoy en casa.
No quiere
hablar conmigo por teléfono, pero me dice “te quiero” casi todos los días que
estoy con él.
A veces un
regalo le sabe a poco, pero me da las gracias efusivamente y me dice que soy el
mejor padre del mundo si le arreglo un juguete.
Es zurdo,
como no podía ser de otra manera.
Un día
vomitó un sapo, y hay testigos que lo jurarían ante un jurado.
Es
persistente como lo era Gandhi. Como lo puede ser la corriente de un río erosionando
una roca.
Está su
hermano, y detrás el resto del mundo.
Cuando fue
lo del COVID, él iba en el equipo del virus. El confinamiento le supo a poco.
Apenas
levanta un metro del suelo, pero tiene más cicatrices de guerra que muchos
adultos.
Un día le
picaron nueve abejas. Se ha quemado la cara con un palo ardiendo. Le han
puesto grapas en la cabeza.
Protesta por
todo. Da cariño a cambio de nada.
Una tarde en
casa y una partida a un juego de mesa es el paraíso en la tierra.
Y luego está
ese gesto. Alegría y nerviosismo en estado puro. Los que lo conocen saben de lo
que hablo. Es su mayor seña de identidad. Ese gesto es vida. Y por vérselo hacer una vez más, uno haría cualquier cosa.
Así que no.
Ni nos parecemos ni falta que hace.
Lo que sí
veo es un futuro extraordinario.