Me gusta comer. Comida tradicional, exótica o basura. Lo considero un gran
placer. Además tengo la suerte de que me gusta prácticamente todo. Y de que
siempre me rodeo de gente que cocina muy bien.
El sábado pasado, tuvimos sándwiches a la hora de la comida. Comida cutre dirían
algunos. Perdónalos oh Arguiñano, pues no saben lo que dicen. Fue, sin ningún género
de duda, el mejor sándwich que he probado en mi vida. Fue grandioso. Fue
legen... espera un momento… dario, ¡legendario!
Pan de molde del grande, del llamado americano. Con mucha superficie pero
no muy gordo. Untado con mantequilla uniformemente. Después de haber sido
tostado ni un segundo más o menos del necesario, tenía un color dorado intenso
como de oro fundido. Qué aspecto. Qué imagen. Si los sándwiches tuvieran
facebook esa sería su foto de perfil.
Al primer mordisco, contraste de
texturas. Del ligero crujir exterior a la esponjosidad interior dada por dos
tipos distintos de queso fundidos. Ah, el queso. Uno esperaría quemarse el
paladar como tantas otras veces, cegado por esa tremenda buena pinta. Aun así
muerde con ansia y miedo al mismo tiempo para de repente... nada. Como el perro
que espera un cachete y recibe una caricia, el paladar respira tranquilo y se
ve invadido solamente por el sabor y no por el calor abrasante, ya que el
cocinero, en su inmensa sabiduría, ha dejado templar el sándwich el tiempo
exacto.
Es al segundo mordisco cuando te das cuenta de que estas comiendo un auténtico
manjar. Con las papilas gustativas ya en disposición de saborear al máximo, uno
empieza a deleitarse con cada uno de los ingredientes. Jamón asado, cortado tan
fino como sólo una espada laser en manos de un maestro Jedi podría. Los dos
tipos de queso, como ya dije antes, en ese milagro de la física que es su
estado fundido, haciendo de matriz acogedora para el resto de los elementos. El
beicon, ese insustituible y fiel acompañante para cualquier bocadillo que se
precie, con su toque ahumado y su aroma embriagador que hace que reniegues del Corán
y de la dieta vegetariana con tan solo imaginártelo cerca. Un poco de mayonesa
y otra salsa que no logré identificar, ponían la música para ese autentico
baile del sabor.
Pero faltaba una sorpresa. Una pirueta atrevida para alcanzar el clímax y
coronarse rey de reyes de los bocadillos calientes. De repente, mordí algo
distinto. Miré al sándwich, incrédulo, sólo para ver como un trocito de
salchicha inglesa fileteada me sonreía plenamente consciente de haber cumplido
su deber. Era la guinda final. Con ella, se alcanzó el equilibrio perfecto en
ese pequeño universo. La Traviata del cerdo procesado y elaborado.
No podría decir cuánto tiempo me duró el sándwich porque entré en un estado
de trance inducido por una especie de síndrome de Stendhal culinario. Creo que
nadie de los presentes habló durante la comida, aunque tampoco los hubiese
escuchado si lo hicieran. Al acabar, no lleno, si no plenamente satisfecho,
completo, una lágrima asomaba en la comisura de mis ojos. De pura emoción, por
lo sentido al haber comido un trozo de criatura celestial. Y de pena, por la
certeza de que cualquier otro sándwich que pruebe en mi vida será
inevitablemente comparado con este.
Y no podrá estar a la altura.