domingo, 22 de abril de 2018

El acuario de Bergen

No me canso de repetirlo, me encantan los acuarios. Y como Bergen tiene uno hoy tocó visita. Sorprendentemente cuatro compañeros se apuntaron. Aunque uno fue el marinero nuevo que empiezo a sospechar que no sabe decir que no a nada.

275 Coronas Noruegas son unos 28 euros, y ese es el precio. Fuimos andando y llovía, así que no nos íbamos a echar atrás, pero es caro. Leones marinos y pingüinos nos dieron la bienvenida.

El acuario no está mal a pesar de no ser muy grande. Pero está sobre todo enfocado a la fauna local. Lo cual no me suponía en principio ningún problema, hasta que me di cuenta de que unos quince grados de latitud norte no suponen una gran diferencia en cuanto a animales acuáticos. Conclusión: Vi vivo todo lo que puedo ve en el mercado del Berbés muerto cualquier martes por la mañana.

Pero los acuarios, niños, son educativos a la par que divertidos. ¿Qué he aprendido hoy? Pues he visto un par de animales que no había visto nunca además de enterarme de un par de datos curiosos. Lo primero, una especie de ofiura o estrella de mar llamada Gorgona (como la que convertía en piedra) que parecía La Cosa. Bicho horrible.

Segundo. Hay una lombriz marina que llega a alcanzar los sesenta metros de largo, el doble que una ballena azul. Esta no la tenían allí, gracias al cielo.

Tercero. El pez de San Pedro o San Martiño, en inglés se llama John Dory.

Cuarto. He visto una tortuga con nariz de cerdo y un pez sin aleta dorsal pero con tremenda aleta… ¿Ventricular? ¿Abdominal? La de abajo. No sé, está claro por qué no acabé la carrera. El caso es que nadaba rarísimo. Dos fallos de la naturaleza.

Quinto. Resulta que hay una pequeña tradición aquí en Bergen. Resulta que cuando a un niño pequeño le llega la traumática hora de dejar el chupete, lo llevan al acuario. Allí, el niño tira el chupete a una pecera llena de carpas Koi. Las carpas chupan el chupete un par de veces antes de ver que no es comida y el niño recibe un diploma del acuario. No me digáis que no es una idea cojonuda.

Estos Nórdicos nos llevan años de ventaja. 

miércoles, 11 de abril de 2018

El Verdugo (y II)


Ya habíamos descendido el río varias veces. En verano y en invierno. Arrastrándonos como Gollum o con cazadores acechando en las orillas. Pero esta vez toda era distinto. La colosal fuerza del agua era simplemente demasiada.

Con nuestra única consigna de “dejaros llevar y pies por delante“ nos adentramos en el rugido del río y superamos los primeros rápidos. No hubo lugar a preámbulos. Tras el segundo asalto nos quedamos atrapados.

Por suerte nadie se precipitó por los tremendos saltos de agua que teníamos a cada lado. Intentamos remontar el río haciendo cadena humana pero imposible ganarle a la corriente. Tú aun eres joven y no lo sabes, pero son esos momentos difíciles de penuria los que unen a los hombres. También son los que forjan el carácter. Atrapados en una húmeda roca de dos por tres metros nos invadió la desesperación.

Cataratas a mi derecha. Cataratas a mi izquierda. Y entonces, dije “basta”. “Nadie morirá en este sucio peñasco hoy. No en mi guardia”. Afirmé los pies en el extremo de la roca y cual Ícaro volé sobre las hirvientes aguas hasta aterrizar en el margen derecho del río. Mis compañeros, henchidos de un renovado valor al ver tamaña hazaña, me siguieron como un solo hombre.- Abuelo se está usted alterando un…- Los libros de Historia lo llamaron “El Salto de Fe”. Nosotros sólo hicimos una cosa: sobrevivir.

Pero aquello no había hecho más que empezar. Para sortear el siguiente obstáculo, “La Gran Catarata” tuvimos que salirnos del cauce del río. Vinieron luego más rápidos, unos especialmente violentos. Después de estos, uno de nuestros camaradas decidió abandonar el grupo y el descenso para intentar llegar al coche por el margen izquierdo del río. Terra Incógnita. Por supuesto lo dimos inmediatamente por muerto. Nos reencontraríamos en el Valhala.

Los demás seguimos avanzando hasta que llegamos a los rápidos finales. Nos metimos en ellos como si no hubiese mañana y casi no lo hubo. Tras unos minutos de descenso semidescontrolado, reuní suficientes fuerzas como para apartarme a una orilla. No había ni rastro de mis compañeros. Era evidente que se habían perdido todos menos yo. Tras unos momentos interminables de incertidumbre fueron apareciendo uno a uno con caras desencajadas. Su experiencia había sido peor que la mía.

Juntos, después de algo más de cuatro horas, llegamos de nuevo al puente colgante.
Sin tiempo para enjuagarnos las lágrimas de emoción, comenzamos el ascenso hacia el coche. Doloridos pero orgullosos. Fue entonces cuando ante nosotros apareció la figura de un fantasma de tobillos hinchados: Nuestro camarada perdido había vuelto de entre los muertos.

El grupo al completo volvimos a casa y celebramos la epopeya con ambrosía e hidromiel.

O puede que fuese comida china y agua del grifo. Pues a veces la memoria me falla, hijo mío.

martes, 10 de abril de 2018

El Verdugo (I)


Pasa, hijo mío, y siéntate junto a mí. Junto al fuego. Y escucha. Aprende quizás. Te contaré una historia. Una de miedo y valor. La historia del día en el que la voluntad de los hombres doblegó a La Naturaleza. Esta es la historia del descenso del Verdugo.

Fue un sábado de mediados de Febrero. Esas últimas semanas había llovido tanto que hasta el barco de la rotonda de Coia se estaba llenando de parejas de animales. Aquella mañana no llovió, pero hacía frío. Porque tú no sabes lo que es el frío John Nieve. –Abuelo, ¿Quién es John…?- ¡Calla! No sabes nada. Aquella mañana aprendimos lo que es el frío. Pero aun así nos pusimos nuestros bañadores y nuestras camisetas de andar por casa y bajamos el camino hasta el río mientras la hierba escarchada nos rozaba las pantorrillas allá dónde no nos cubrían los escarpines. Cual espartanos ligeros de ropa antes de entrar en batalla.

Llegamos al puente colgante y descubrimos que no había playa. Por fin miramos al río Verdugo a los ojos. Sólo vimos furia descontrolada. Los veteranos cruzamos una mirada rápida y asentimos. La retirada no era una opción. Y cruzamos el puente.

La maleza invernal lo cubría todo y dificultaba nuestro avance. Cuando por fin encontramos la pista, las zarzas ya habían hecho que las primeras gotas de sangre mojaran el suelo del bosque. Recorriendo los primeros metros del sendero conocido como “El camino de Songoku al planeta de Kaito” se nos pasó de todo el frío.

Pasamos “El acueducto del Vértigo” y, al fin, llegamos a la altura de “La Presa”. Agua. Agua y más agua desbordando por todos los lados. Con la vista fija en el destino que nos esperaba nos pusimos nuestros maltrechos neoprenos y nos preparamos para la segunda parte de nuestra aventura, aquella que pondría a prueba toda nuestra determinación, fortaleza física y anímica.

Pero primero nos hicimos una selfie, porque lo heroico no quita un poco de postureo.

Continuará.

lunes, 9 de abril de 2018

Sesenta grados norte

Y en esto que llegamos a Noruega. Nos acercamos a tierra entre rocas y niebla en uno de esos días en los que se ve el frío. Una navegación bonita antes de amarrar en Bergen, donde nada más aproximarnos a la ciudad vimos como nos daba la bienvenida un grupo de gente bañándose en agua a cinco grados centígrados. Reto apuntado.

Justo cuando iba a tener algo de tiempo para descansar vinieron a bordo tres agentes de la guardia costera. Control rutinario. Más ganas de curiosear en el yate que de buscar problemas. Casualidades de la vida, el oficial al mando no sólo vivía en Valencia cuando no está embarcado, si no que conocía Vigo ya que había estado incluso en la escuela náutica de allí.

Cuando terminamos fuimos a dar una vuelta y pude comprobar lo bien preparado que vine para el clima de aquí: ¿Botas? En la terraza de casa, ¿Guantes? Dos sí, pero los dos de la mano izquierda, ¿Cazadora? Con la cremallera rota. Eso sí, me traje las llaves del coche y las pulseras antimareo del niño. Vaya manera de hacer maletas.

A pesar del clima, Bergen es muy bonito. Sus calles, el propio frío y el precio de unos casi diez euros por una cerveza invitan al visitante a andar y no sentarse en ningún lado. Vimos la zona declarada patrimonio de la humanidad y probamos carne de ballena.

Aun nos quedan cosas por ver, como el acuario, pero vamos a pasar un par de semanas aquí.

Tenemos tiempo.

sábado, 7 de abril de 2018

De Watersnood

Después de embarcar en Rotterdam tras un viaje sin incidencias en coche, avión y tren, vuelvo a navegar. Esta vez más al norte de lo que jamás he estado.

Como no hay mucho que contar de experiencias personales, cuento historia para desoxidar los dedos. Y el cerebro.

Casi al final del puerto de Rotterdam, saliendo en barco, se pueden observar a cada lado de la bocana unas estructuras gigantescas que parecen puentes que no llegan a ninguna parte. Vistas desde el aire recuerdan a los palos de un pinball.

Esa monstruosidad, que mide como la Torre Eiffel tumbada pero pesa cuatro veces más, es la barrera de Maesland y sirve para cerrar completamente el puerto de Rotterdam. Cerrarlo de verdad, no como cuando los picoletos se ponen en Guadarrama y dice “aquí no pasa nadie”.  Me refiero a cerrarlo en plan que no pase ni una gota de agua. Esta barrera, fue el resultado final del Plan Delta.

En 1953, año en el que nació Alex Van Halen allí al lado, hubo en Holanda una inundación catastrófica en la que murieron más de 1800 personas y un montón de vacas y ovejas. Un temporal como pocas veces se había visto por allí junto con mareas vivas resultó en la destrucción de varios diques y la entrada de agua a raudales en varias poblaciones. Como aquello no se llama Países Bajos porque sí, fue un auténtico desastre. A aquello lo llamaron “De Watersnood”, La Inundación. Con mayúsculas.

Después de paliar los daños, los holandeses se reunieron para tomar medidas para que aquello no se volviese a repetir. Aquello se llamó la Comisión Delta, que parece sacado de Los Vengadores, pero que en realidad tiene más que ver con los deltas de los ríos. Al final de la última reunión se dijo algo tal que así: “Van coleguen, igual deberíamos aplicarnos el refrán de que no se le pueden poner diques al mar, pero somos holandeses y lo único que sabemos hacer aparte de zuecos, queso y molinos, son diques. Así que, al tajo.” Desarrollaron el Plan Delta y con la cabezonería y la eficiencia de los pueblos del norte de Europa construyeron más diques, más altos, más gordos y mejores que los anteriores.

Esto les llevó 40 años, que en tiempo de obras españolas equivale a unos 13 siglos y medio. La obra culmen, fue la barrera móvil del puerto de Rotterdam, que parece la puerta de la muralla de Pacific Rim.

Y esa es la historia.

Para jugar con el agua, dame un holandés.