Y al final, de todo lo que me ha sucedido en los
últimos meses, que no es poco, ha sido el ver esa peli de nuevo (una de las
grandes historias de amor del cine moderno) lo que me ha vuelto a animar a
escribir.
Lo hago hoy de madrugada. Desde el salón de nuestro
nueva casa. Usando solamente una mano porque tengo en brazos un monstruo que ya
pasa de los cuatro kilos y que crece como el bambú. Este sí que ha sido un
viaje. Una aventura de las buenas.
Terminado el verano y ya de vuelta en Vigo, este año
me esperaban en casa de todo menos vacaciones. De primero, los últimos retoques
al piso antes de la titánica mudanza. Luego la mudanza en sí. Tarea que siempre
resulta, en el mejor de los casos, complicada y que en nuestro caso tuvo los
agravantes de ser a un cuarto sin ascensor engañosamente cerca de nuestra
anterior morada y con un embarazo de ocho meses como medida de presión. Niños,
nunca hagáis eso en casa. O cuando os mudéis de ella.
Un par de días antes del puente de Diciembre
decidimos trasladarnos. Iba a ser dicho puente nuestro primer fin de semana de
verdaderas vacaciones. El piso tenía aun más cajas que un almacén de Ikea, pero
el trabajo más duro ya estaba hecho y el resto no corría tanta prisa.
Y entonces Gael.
Dicen que un nacimiento es un milagro, pero nadie
dice que tenga que ser rápido. El día cuatro de Diciembre duró para nosotros
cuarenta horas en las que no pegamos ojo. Veinte de ellas fueron viendo a mi
pareja sufrir dolor así que los que dicen que un parto es una experiencia muy
bonita deben ser los mismos que dicen que el Celta-Osasuna del otro día fue un
partido entretenido.
Pero todo termino bien. Lo único que sentí la
primera vez que lo vi fue alivio. El niño salió bastante menos feo de lo esperado
y mil veces más bueno. La segunda noche con él ya decidimos quedárnoslo, así
que tiramos el ticket de compra no sin antes apuntar la referencia. Si nos
apetece otro lo pediremos igual.
De nuestra estancia en el hospital ahí va una
anécdota escatológica de esas que os gustan. Pocas veces me he sentido tan
inútil como cambiando mi primer pañal. Resulta que los primeros días tras nacer
los niños cagan una sustancia que se llama meconio (del latín meconium, que
significa “me cago en todo”) que es una sustancia negra como la noche. Yo
desconocía este dato y al abrir ese pañal y descubrir que un super petrolero
Suezmax se había estrellado contra sus tiernas nalgas mientras el niño lloraba,
bueno, digamos que no mantuve la calma como debería. Además el tío, con muy
mala idea, se le ocurrió que era un buen momento para ponerse a mear y a
vomitar todo al mismo tiempo. No sabía si pedir toallitas o una manguera a
presión para limpiar el estropicio.
Pero parece que, como todo en la vida, se trata de
práctica. Además los niños tienen la buena costumbre de hacer ruido en forma de
lloro cuando no estás haciendo las cosas bien del todo así que es más fácil que
cuidar una planta, que nunca se quejan.
Fue el día que lo trajimos a casa. Fue en ese
momento cuando lo vi a él y vi donde estábamos. Cuando pensé en el maratón del
último año y el sprint de los últimos meses. Cuando pensé en que los viajes y
las aventuras que terminan bien porque has puesto todo tu esfuerzo en hacer las
cosas bien terminan en casa. Y entonces sí. Entonces me emocioné.
Y me despido ya, pero hoy con nota de
agradecimiento. A todo el mundo que nos ayudó de una manera u otra en estos
meses de locura. A todos aquellos que nos felicitaron. A todos aquellos que nos
visitaron. A todos aquellos que se interesaron por nosotros. A todos Gael os
debe una cena, así que no dudéis en pedírsela algún día.
Y por supuesto gracias a Andrea. Porque te quejas y te quejas. Pero siempre aprietas
los dientes y sigues un poco más.
No hay nada que no podamos conseguir.
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