Dejamos atrás Chipre. Como despedida, un agente de
aduanas supo por mi manera de hablar inglés que yo era español. Lo nunca visto.
A la séptima vez, por fin alguien ha acertado.
Después de un viaje en el que dimos bastantes botes,
llegamos a la costa turca. Atracamos en Marmaris al anochecer. Una bahía
preciosa la de este lugar, como creo que ya describí hace tiempo. Un puerto natural
excelente y un sitio de lo más turístico.
No fue hasta las doce del mediodía del día siguiente
cuando pudimos disfrutarlo, ya que tuvimos que esperar a que vinieran los de
inmigración a bordo a comprobar los pasaportes. Uno se acostumbra tanto a
viajar sin salir de Europa que ya se olvida de estos inconvenientes. Total comprobamos
in situ la inutilidad de estos controles. Como el nuevo marinero no tenía
pasaporte legible ya que este sufrió el castigo de ir a la lavadora, no
figuraba en la lista de tripulantes aunque por supuesto sí estaba a bordo.
Menos mal que llevábamos un sudafricano y no treinta y cinco indonesios para
vender como esclavos. Nadie sospecha de los superyates para delinquir. Cacos
tomad nota.
Como aun tenía en la cartera diez liras turcas de
nuestro último viaje al norte de Chipre, decidí ir a desprenderme de ellas.
Después de un buen paseo, encontré la ocasión en una terracita dónde la mafia
yugoslava que tenemos a bordo estaba tomándose una Efes, la cerveza local.
Al día siguiente nuestro consignatario en Marmaris
nos invitó a comer al Capitán, la jefa de interiores y a mí, en un típico
restaurante turco. Disfruté como un cerdo en un barrizal. Lo único que no me
gustó fue el café. Hoy haremos combustible en las próximas horas y mañana toca
volver a navegar.
Toca Grecia.
Élare.
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