Por tercera vez en lo que va de verano, coincido en espacio y tiempo con el barco donde trabajan dos de los pocos amigos que he hecho a lo largo de los años trabajando en esto. Y por tercera vez no voy a poder ni siquiera saludarles y preguntarles como va todo.
A mi colega el kiwi, junto con su encantadora esposa, lo conocí hace un par de años trabajando en otro yate. Durante más de seis meses y 11 mil millas, que se dice pronto, y junto al sueco más dicharachero de toda Escandinavia, fueron mis compañeros en un viaje extraordinario que difícilmente olvidaré.
Casi todas mis anécdotas de ese tiempo comienzan como en los chistes: Esto era un español, un sueco y un neozelandés…
Guardo una foto en mi cartera de los cuatro que nos hicimos en un fotomatón al lado de la oficina de aduanas de Abu Dabi, justo antes de que se ocurriera tocar un botón que no debía de una máquina de café y empezase a caer agua al suelo a borbotones.
A mi colega el kiwi le debo la idea de este blog ya que está inspirado en uno que él lleva escribiendo desde hace años cuando empezó su andadura en esto de los yates partiendo de las antípodas hasta llegar al Mediterráneo. Espero ansioso su demanda por derechos de autor. Tenéis el enlace ahí abajo. Cuesta admitirlo pero le pega 100 vueltas al mío.
Imaginaros que buenos tipos son estos neozelandeses que hasta recorrieron no sé cuantos cientos de kilómetros sólo para venirse a Vigo de visita. Así porque sí.
El día que mi colega se retire y cumpla su sueño de montar una tienda de helados italianos en Auckland mientras escribe su libro y bebe toneladas de agua frizante importada estaré encantado de devolverles la visita. Mientras tanto les deseo todo lo mejor en su siguiente aventura.
Lo malo es que no estoy seguro de que vaya a leer esto. Una vez me dijo: “Yo no leo cosas, las escribo”.
Me pareció una frase curiosa.
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