Atenas no es una ciudad bonita. Atenas con lluvia es
una ciudad deprimente. Mientras iba en metro a buscar a Andrea al aeropuerto,
me vino a la mente la ciudad de “Seven”, de la que no se dice el nombre en toda
la peli.
Pero tiene sus cosillas. Me gusta que nada más
sentarse en una cafetería o un bar te ponen un vaso de agua fresquita. Gratis. De
hecho si vas a cenar no tienes por qué pedir bebida. Y hablando de comida, si
alguien viene a Atenas no debería irse sin probar un gyros y una empanadilla de
queso. Feta evidentemente.
Esta vez pude disfrutar de una visita a la Acrópolis
sin diluvios, lo que me permitió admirarla como es debido. También pude visitar
el nuevo museo, que a pesar de no estar acabado, resulta bastante interesante.
Y dar un paseo por la zona de Monasteriaki, al pie de la Acrópolis, dónde
cualquier camarero habla español como si hubiese nacido en Toledo.
Aunque puestos a pasear a mí me gusta más el Parque
Flisbos, el paraíso de los columpios si eres menor de ocho años, que se
extiende junto al mar y es una de los cosas buenas que dejó los Juegos
Olímpicos de 2004, junto al tranvía, que comunica el centro de la ciudad con El
Pireo y con la zona de playas. Como nota curiosa, decir que mientras que los
perros callejeros dominan la zona centro de la ciudad, incluida la Acrópolis,
la costa es territorio gatuno, lo que hace que me recuerde a cierta ciudad
chipriota.
Pero sospecho que, como siempre, lo que ha mejorado
(un poco) mi opinión sobre la capital del Imperio Malaka es la compañía.
¿Próximo destino?
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