Son las nueve menos veinte, hora local. Portátil con
batería cargada en su maletín. Dudo sobre coger una sudadera o no, que la noche
es fresca. La dejo a bordo, salto a tierra y me dirijo al bar que está a unos
50 metros del barco.
Allí están el capitán y unos cuentos compañeros que
me hacen sitio cuando me ven acercarme. Les digo que no se molesten, que hoy
juega mi equipo. Encuentro un sitio estratégicamente perfecto: En la esquina
más oscura y con un enchufe al lado.
Despliego el ordenador, lo enchufo, me conecto al wifi
del local que funciona a velocidad luz y a los pocos segundos aparece en mi
pantalla una serie en de la TVG. Suspiro de pura morriña y de alivio al ver que
voy a poder ver el partido sin problemas. Aparto la vela aromática de mi mesa. Me
relajo un segundo, viene la camarera, pido y espero.
Por fin conectan con Balaídos. La imagen es bastante
desoladora. Ni media entrada. La comentarista a pie de campo dice que la gente
suele acudir tarde. Y tan tarde, pienso, la gran mayoría llegará dentro de quince
días, directamente a la Plaza de América.
Empieza el partido, entre la cámara de la tele y que mi asiento es incomodísimo, me siento como en mi butaca de Río. Aún estoy buscando la postura adecuada cuando todo se va al carajo. “Puf no”. Pero sí. “No lo expulses”. Pero lo hace.
En los cuatro o cinco minutos que tarda Yoel en
entrar en el campo pienso en los play offs. En que no nos toque el Hércules en
el primer partido. En que haber quien me mandaría ilusionarme tan pronto. En
que a quien se lo ocurrió cambiar el sistema de ascenso. En que haber si
reducen de una puñetera vez el número de equipos en segunda para que la
temporada no se haga más larga que “El árbol de la vida”.
“Lo va a meter”. Lo mete. Pasan cinco o diez minutos
sin incidencias. Luego empiezan las cosas raras. El equipo que está con diez,
contra toda lógica, empieza a dominar. Crean un par de ocasiones. Aspas le dice
a sus compañeros que no se metan atrás. No lo hacen. Y marcan.
Contengo el grito pero no puedo evitar levantarme de
golpe. La gente mira desconfiada al guiri loco que no para de hablar él sólo. Es
otro partido. Invoco al espíritu de Lotina para que puedan hacer un cerrojazo
heroico y amarrar un puntito, que con la que estuvo cayendo, puede ser de oro.
Pero ni de coña.
Los diez tíos que hoy visten de celeste juegan como
si fuesen 300, “Los” 300. Hoy o se gana el partido, o se pierde por un carro de
goles. Pero que no se diga. Balaídos es un hervidero. Me gusta. Acaba la
primera parte y le mando un mensaje a mi mujer que lo está viendo en vivo. Le digo que más de uno hoy no aguanta el ritmo
al que están jugando y que metan presión, que el árbitro nos devolverá el penalti.
Jamás he estado tan acertado en mis predicciones.
Empieza la segunda parte y no puedo creerme cuando
veo que el de amarillo señala penalti. A estas alturas de la película medio bar
está hasta las pelotas de mis gritos. “Mételo por tu madre”. Lo mete. Mis
compañeros se ríen al verme saltar de alegría. Dos uno y la vida es hermosa,
pero queda muchísimo.
Me crezco y le mando otro mensaje a mi mujer
diciéndole que aun falta el de Orellana. A falta de pipas me como hasta las
uñas de los pies. Pasan cien años hasta que el Mascherano de Narón fusila la
red desde 25 metros. Ahora sí que sí.
Estoy pagando la cuenta cuando el Asesino Silencioso
hace el cuarto. La camarera tiene suerte y su propina aumenta, mientras pienso
en dejar la mar y hacerme adivino. Final del partido. Salgo fuera y comento con
mis compañeros lo ocurrido. Sólo el chef, fanático del Celtic de Glasgow, sabe de lo que
le hablo.
Vuelvo al barco sudado como si hubiese jugado los 90
minutos, tarareando “fútbol de salón”. Es de los mejores partidos que he visto
nunca.
Ya no queda tanto.
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