¿Vienes a tomar un café? Vale, en cinco minutos
estoy ahí. Somos cinco en la cafetería. Entre todos, tenemos tres I-Phones, un
I-Pad, una Blackberry y otro Smartphone o móvil de última generación de cuyo
nombre no me acuerdo o no quiero acordarme.
Si entre cinco personas tenemos seis aparatos, la
mentirosa estadística dice que tenemos uno coma dos aparatos por persona.
Falso, porque mi desgastado aunque irrompible Nokia está en mi camarote y el
móvil de uno de mis compañeros descansa en su bolsillo, donde debe estar.
A los diez minutos de llegar allí nadie habla. Al
menos directamente y a la cara. Varios sí que hablan, pero con gente que está a
miles de kilómetros de distancia. ¿Hablarán conmigo cuando sea yo el que esté
lejos y ellos estén tomando algo con esas personas?
La poca conversación que hay es sobre tal o cual
aplicación nueva del teléfono, sobre lo que fulano o mengano han puesto en
facebook. Después de hablar un buen rato con el único de mis compañeros que no
parece estar atrapado en un mundo virtual, me despido y me marcho.
Ni soy la persona más habladora del mundo ni reniego
de la tecnología. Al revés. Trabajando donde trabajo las nuevas telecomunicaciones
me hacen la vida mucho más fácil. Las adoro. Las necesito.
Pero en el momento que se convierte en “Todo sobre
mi I-Phone”, algo falla. Cuando alguien me dice de ir a tomar un café, entiendo
que se trata de salir un poco del barco, relajarse, hablar de algo que no sea
trabajo. Y de paso tomar un café o lo que sea.
Si lo que quieres es internet de alta velocidad para
chatear, whasapear y facebookear, lo siento, pero me quedo a bordo.
Aquí el café es gratis.
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