Los hechos:
Mi mujer se
llama Andrea. Andrea está embarazada. La fecha prevista del parto es el 17 de
Enero. Yo trabajo en un barco. Los dueños de mi barco van a estar a bordo hasta
el día 12 de Enero. Yo tengo que estar a bordo cuando ellos también lo están.
El bebé va a ser un niño. El niño aun no tiene nombre. Le llamamos Garbanzo.
¿Qué si
estoy preocupado? Por supuesto. Me doy un 30 por ciento de posibilidades de
llegar a tiempo. Viajar desde el otro lado del mundo lleva tiempo,
especialmente si tienes que hacer escala en Miami. ¿Puedo hacer algo? Poco. Coger
un vuelo lo antes posible, evitar escalas en Estados Unidos, rezar a la diosa
de la fertilidad o la natalidad para que se coja vacaciones de Navidad más
largas… Y confiar.
Y confío.
Confío en volar el día 13, llegar el 14, abrazar a Andrea de lado porque para
esas ya será Don Barrigón e ir juntos al hospital con calma el día 16 o 17.
Duchado, afeitado y descansado. ¿Por qué no?
Pero como
decimos aquí cada vez que dejamos el barco listo para una travesía, “Espera lo
mejor pero prepárate para lo peor”. O como dice una compañera: “Los Dioses se
ríen cuando hacemos planes de futuro”.
¿Qué es lo
peor que puede pasar? El niño nace y yo no estoy. Ya sea durante el viaje con
los dueños o que me cuadre de camino para allí. Ese sería un día condenadamente
largo, pero aun así también confiaría.
Confío en la
madre de la criatura. Porque la conozco bien. Sé que ese día se cagaría en mí y
en las abuelas del niño, me pitarían los oídos a más no poder mientras yo me
mordería hasta los codos de impaciencia, pero todo saldría bien. Ella puede con
todo, aunque la mayoría de las veces diga lo contrario. Tengo suerte de estar
casado con una de las mujeres más fuertes que conozco.
Así que
cuando empiece Enero, cada día que pase lo contaré como una victoria. Un día
menos, un día conquistado. La ausencia de noticias de casa serán muy buenas
noticias.
Y al final,
pasará lo que tenga que pasar.
Así que
mejor no darle muchas vueltas al tema.
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