jueves, 15 de junio de 2023

Ni me veo ni me importa

 

No me veo en él, como en su hermano. Y eso está bien. Él es ese puzle difícil, al que quizás le falte una pieza o un tornillo. Un desafío siempre interesante. Se parece a su madre.

Pasa de mi cuando estoy fuera, pero nadie me da más abrazos cuando estoy en casa.

No quiere hablar conmigo por teléfono, pero me dice “te quiero” casi todos los días que estoy con él.

A veces un regalo le sabe a poco, pero me da las gracias efusivamente y me dice que soy el mejor padre del mundo si le arreglo un juguete.

Es zurdo, como no podía ser de otra manera.

Un día vomitó un sapo, y hay testigos que lo jurarían ante un jurado.

Es persistente como lo era Gandhi. Como lo puede ser la corriente de un río erosionando una roca.

Está su hermano, y detrás el resto del mundo.

Cuando fue lo del COVID, él iba en el equipo del virus. El confinamiento le supo a poco.

Apenas levanta un metro del suelo, pero tiene más cicatrices de guerra que muchos adultos.

Un día le picaron nueve abejas. Se ha quemado la cara con un palo ardiendo. Le han puesto grapas en la cabeza.

Protesta por todo. Da cariño a cambio de nada.

Una tarde en casa y una partida a un juego de mesa es el paraíso en la tierra.

Y luego está ese gesto. Alegría y nerviosismo en estado puro. Los que lo conocen saben de lo que hablo. Es su mayor seña de identidad. Ese gesto es vida. Y por vérselo hacer una vez más, uno haría cualquier cosa.

Así que no. Ni nos parecemos ni falta que hace.

Lo que sí veo es un futuro extraordinario.