sábado, 29 de octubre de 2016

Tomás A. Alonso



Estas últimas vacaciones he empezado a hacer algo que me encanta y que será de lo que eche más de menos: Llevar a mi hijo al colegio. Alguien dijo una vez que tener un hijo te hace redescubrir el mundo que te rodea. No suelo ser yo muy fan de reflexiones tan profundas sobre este tema. La gente tiende a fliparse bastante en cuanto empieza a hablar de hijos. Pero después de experimentarlo, reconozco que ésta me dio que pensar.

Vivimos en la parte fea de una de las calles más feas de la ciudad. Eso es un hecho objetivo. Casi siempre vamos andando. Así como salimos al descansillo empieza un tira y afloja sobre si bajaremos los cuatro pisos (no hay ascensor) los dos andando o si lo llevaré en el colo. Él saca lo mejor de sus técnicas de chantaje emocional y yo mis mejores maniobras de distracción. El ochenta por cien de las veces gano yo.

Ya en la calle solemos parar en el primer descampado para hacer pis. Según la situación y cantidad de cristales, caca de perro y barro, apuntamos a La Rueda o a El Ladrillo. 

Después pasamos al lado de La Obra.  Una casa que derribaron en poquísimo tiempo pero donde han dejado todos los escombros. Ahí hablamos sobre el agujero enorme que ya no está y nos quejamos de todo el barro que mancha la acera. En realidad esa parte de la acera fue limpiada hace semanas y está, de hecho, mucho más limpia que cualquier otro tramo, pero nos quejamos igual.

Justo antes de llegar a El Muro De Piedra De Los Gusanos está La Concha Que No Debería Estar Ahí. Pero La Concha ahí sigue. Más que nada porque por fin he convencido a Gael de que no la toque porque está sucísima.

En El Muro a veces nos paramos a ver como trepan unos gusanos negros asquerosos. Me recuerdan al cáncer negro de Expediente X y a cierta experiencia con una caja de una persiana, pero a él le encantan. Por suerte el “veroño” está acabando con ellos y cada vez hay más “moridos”.

Más o menos a mitad de camino llegamos a La Plaza Del Señor Con Martillo. Ahí comprobamos nuestra posición exacta en el mapa no una sino dos veces como buenos marinos. Una vez seguros de que estamos en el buen camino echamos un vistazo a los todos los árboles de La Plaza en busca de setas. A veces hay y a veces no.

Cuando enfilamos el último tramo de nuestro paseo mañanero normalmente nos encontramos con una compañera de clase que comparte nuestro apellido. Si es así, subimos ese último trecho al sprint. Si no, aun nos interesamos por la comida que les han dejado en una esquina a los gatos de otro descampado y señalamos en la acera de enfrente a La Tienda Que Tiene Una Camiseta De Tigre Igual Que La Que Vimos Cuando Estábamos De Vacaciones. Y así, llegamos al cole.

El camino de vuelta a casa es parecido. Yo intento sonsacarle algo sobre lo que hizo durante la mañana y él no suelta prenda. Vamos comiendo pan recién comprado y el pis esta vez lo hacemos en los árboles de la plaza. Para que crezcan las setas

Tanto a la ida como a la vuelta cogemos palos, piedras, castañas, flores para mamá, plumas… Vemos perros, atascos, coches amarillos, vemos El Autobús Número Nueve Que Va A Candeán, saludamos a gente conocida, cantamos trozos de canciones, hablamos de lo que haremos por la tarde…
 
Son 900 metros. Tardamos siempre mucho más de lo que deberíamos.

Siempre se me hace corto.

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