Pasa, hijo
mío, y siéntate junto a mí. Junto al fuego. Y escucha. Aprende quizás. Te
contaré una historia. Una de miedo y valor. La historia del día en el que la
voluntad de los hombres doblegó a La Naturaleza. Esta es la historia del
descenso del Verdugo.
Fue un sábado
de mediados de Febrero. Esas últimas semanas había llovido tanto que hasta el
barco de la rotonda de Coia se estaba llenando de parejas de animales. Aquella
mañana no llovió, pero hacía frío. Porque tú no sabes lo que es el frío John
Nieve. –Abuelo, ¿Quién es John…?- ¡Calla! No sabes nada. Aquella mañana
aprendimos lo que es el frío. Pero aun así nos pusimos nuestros bañadores y
nuestras camisetas de andar por casa y bajamos el camino hasta el río mientras
la hierba escarchada nos rozaba las pantorrillas allá dónde no nos cubrían los
escarpines. Cual espartanos ligeros de ropa antes de entrar en batalla.
Llegamos al
puente colgante y descubrimos que no había playa. Por fin miramos al río Verdugo
a los ojos. Sólo vimos furia descontrolada. Los veteranos cruzamos una mirada
rápida y asentimos. La retirada no era una opción. Y cruzamos el puente.
La maleza
invernal lo cubría todo y dificultaba nuestro avance. Cuando por fin
encontramos la pista, las zarzas ya habían hecho que las primeras gotas de
sangre mojaran el suelo del bosque. Recorriendo los primeros metros del sendero
conocido como “El camino de Songoku al planeta de Kaito” se nos pasó de todo el
frío.
Pasamos “El
acueducto del Vértigo” y, al fin, llegamos a la altura de “La Presa”. Agua.
Agua y más agua desbordando por todos los lados. Con la vista fija en el
destino que nos esperaba nos pusimos nuestros maltrechos neoprenos y nos
preparamos para la segunda parte de nuestra aventura, aquella que pondría a
prueba toda nuestra determinación, fortaleza física y anímica.
Pero primero
nos hicimos una selfie, porque lo heroico no quita un poco de postureo.
Continuará.
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