miércoles, 11 de abril de 2018

El Verdugo (y II)


Ya habíamos descendido el río varias veces. En verano y en invierno. Arrastrándonos como Gollum o con cazadores acechando en las orillas. Pero esta vez toda era distinto. La colosal fuerza del agua era simplemente demasiada.

Con nuestra única consigna de “dejaros llevar y pies por delante“ nos adentramos en el rugido del río y superamos los primeros rápidos. No hubo lugar a preámbulos. Tras el segundo asalto nos quedamos atrapados.

Por suerte nadie se precipitó por los tremendos saltos de agua que teníamos a cada lado. Intentamos remontar el río haciendo cadena humana pero imposible ganarle a la corriente. Tú aun eres joven y no lo sabes, pero son esos momentos difíciles de penuria los que unen a los hombres. También son los que forjan el carácter. Atrapados en una húmeda roca de dos por tres metros nos invadió la desesperación.

Cataratas a mi derecha. Cataratas a mi izquierda. Y entonces, dije “basta”. “Nadie morirá en este sucio peñasco hoy. No en mi guardia”. Afirmé los pies en el extremo de la roca y cual Ícaro volé sobre las hirvientes aguas hasta aterrizar en el margen derecho del río. Mis compañeros, henchidos de un renovado valor al ver tamaña hazaña, me siguieron como un solo hombre.- Abuelo se está usted alterando un…- Los libros de Historia lo llamaron “El Salto de Fe”. Nosotros sólo hicimos una cosa: sobrevivir.

Pero aquello no había hecho más que empezar. Para sortear el siguiente obstáculo, “La Gran Catarata” tuvimos que salirnos del cauce del río. Vinieron luego más rápidos, unos especialmente violentos. Después de estos, uno de nuestros camaradas decidió abandonar el grupo y el descenso para intentar llegar al coche por el margen izquierdo del río. Terra Incógnita. Por supuesto lo dimos inmediatamente por muerto. Nos reencontraríamos en el Valhala.

Los demás seguimos avanzando hasta que llegamos a los rápidos finales. Nos metimos en ellos como si no hubiese mañana y casi no lo hubo. Tras unos minutos de descenso semidescontrolado, reuní suficientes fuerzas como para apartarme a una orilla. No había ni rastro de mis compañeros. Era evidente que se habían perdido todos menos yo. Tras unos momentos interminables de incertidumbre fueron apareciendo uno a uno con caras desencajadas. Su experiencia había sido peor que la mía.

Juntos, después de algo más de cuatro horas, llegamos de nuevo al puente colgante.
Sin tiempo para enjuagarnos las lágrimas de emoción, comenzamos el ascenso hacia el coche. Doloridos pero orgullosos. Fue entonces cuando ante nosotros apareció la figura de un fantasma de tobillos hinchados: Nuestro camarada perdido había vuelto de entre los muertos.

El grupo al completo volvimos a casa y celebramos la epopeya con ambrosía e hidromiel.

O puede que fuese comida china y agua del grifo. Pues a veces la memoria me falla, hijo mío.

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