Vente a
Alemania Pepe. Y allí fuimos. El miércoles de mañana, tempranito. El plan era
reunirnos en el salón náutico de Dusseldorf con cierta gente, hablar con el
representante del armador de algunos temas y estudiar el mercado de los
distintos “juguetes” acuáticos. No muy interesante, pero al menos una manera de
romper nuestra rutina semanal.
Está claro
que los jefes de máquinas suelen cuidar mucho sus coches. A veces incluso se
pasan un poco y los tratan como a los barcos en los que trabajan y hasta
conducen a la velocidad de crucero en la cual consumo y velocidad se optimizan.
Esto sumado a que en Holanda las multas por exceso de velocidad son terribles
hizo que mi compañero condujera todo el camino a 80-90 Km. por hora. Y eso que íbamos
por autovía. Y eso que en Alemania no hay límite de velocidad. En fin.
El caso es
que llegamos al sitio sin problemas. Tuvimos que aparcar donde Cristo perdió la
alpargata, pero por suerte había lanzaderas que te llevaban hasta la entrada. Y
menos mal, porque el recinto era tranquilamente como diez Ifevis de grande.
Nada menos que 17 pabellones.
Después de
las reuniones, fuimos a echar un vistazo para ver que nos ofrecía el salón. Un
sinfín de barcos, artículos para barcos y servicios para barcos. Todo
excesivamente caro para el bolsillo normal. Es lo que tiene el “para barcos”.
Ya no te digo si las cosas son “para yates” o (aún peor) “para superyates”.
Entre
medias, paramos a comer en un autoservicio dentro de uno de los pabellones. Una
ensalada grandota pero sin nada especial y un toro de salmón con patatas. 37
eurazos. Menos mal que pagaba el barco. Eso, más nuestras entradas para el
salón, la gasolina y el parking, hacen que dude muchísimo de la rentabilidad de
nuestra asistencia al evento.
Claro que,
quien puede permitirse pagar unos 50 kilos por un barco que usará un par de
meses por año, bien puede pagarnos una comida ridículamente cara.
A las cuatro
estábamos de vuelta.
El camino de
regreso fue igual de lento.
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