Marmaris

Después de un tranquilísimo viaje de menos de veinticuatro horas llegamos a Marmaris, Turquía. Una pequeña ciudad superturística cuya bahía está protegida por dos grandes islas.

Ansioso por descubrir que me ofrecía este nuevo país en el que nunca había estado, desembarqué esperando ser recibido por nativas haciendo la danza del vientre o algo así. Imaginaos mi sorpresa cuando lo primero que oí fue una radio a todo trapo diciendo: “tus ojos bandidos etc etc”. Maldita globalización.

Sin tener en cuenta ese detalle, Marmaris es una ciudad pequeña y agradable donde no me importaría pasar una semana. Tiene un castillo otomano del siglo dieciséis que por desgracia estaba cerrado y que ahora sufre el asedio de las tiendas de suvenires que le van comiendo terreno. Y una marina con un paseo lleno de fuentes que llega hasta una playa que, como en Chipre, también es de arena oscura.

Igual que en Limassol, huele a kebab en todos los lados y te encuentras a gente jugando al backgammon por doquier mientras beben un café con una pinta no demasiado agradable.

Algo que me gustó de mi breve estancia en Turquía fue que aquí llaman a las cosas por su nombre. En los coches de policía está escrito bien grande “polis” y en la entrada al puerto de cruceros pone “Guiris entrance” para que éstos no se pierdan. Y que es eso de “Doritos”, aquí en las bolsas pone “Nachos” que es lo que son al fin y al cabo.

Y para acabar otra muestra de la Ley de Murphy en los yates: Si da igual de que costado atracar, babor o estribor al muelle, el capitán siempre elegirá inconscientemente  aquel en el que la chimenea o el mástil se encuentren entre la antena y el satélite que nos proporciona internet. Ésta también se cumplió hoy, evidentemente.